Estamos en el partido de la Serena, concretamente en el patio de armas del castillo de Magacela. Los freires, después de acudir a los rezos correspondientes a la hora prima, se entrenan para la guerra haciendo entrechocar sus espadas. A pesar del gélido y cortante viento del norte que mueve las capas blancas de los vigías que hacen guardia en las almenas, algunas gotas de sudor empiezan a aparecer en los rostros curtidos de los caballeros. Algunos de ellos han estado en la guerra y suelen mostrar orgullosos, las cicatrices que recorren sus torsos o sus brazos.
El novicio Nicolás de Ovando les observa atento mientras saca brillo a una armadura. Como ellos, Nicolás procede de familia noble pues es sabido que solo ingresan en la Orden de Alcántara los que tal condición tienen. Su padre, uno de los hombres más poderosos de Cáceres, le hizo ingresar en la orden unos meses antes sin apenas advertirle de la dura vida que le esperaba, pues estos caballeros, además de guardar votos de castidad, obediencia y pobreza, deben manejarse a la perfección en el arte de la guerra. Realmente, piensa el joven, nada de esto debe ser impedimento. Si acaso tantos rezos; maitines, la prima, completas...y los estudios. ¿Para que han de servir a un guerrero tantas letras?
En verdad hace frío hoy, y en la lejanía se pueden ver las crestas nevadas de las Villuercas, cubil de alimañas y refugio de malhechores. De cualquier modo, todos los habitantes del castillo atienden en silencio sus tareas pues un alcantarino nunca debe permanecer ocioso; en la tahona, en la cocina, en las caballerizas...Únicamente los relinchos de algún caballo, el ruido de los metales al chocar o los bufidos de los hombres cuando se embisten entre sí rompen el silencio que debe imperar en la vida de los freires.
Allá abajo, en la aljama, tan solo un puñado de casas donde viven los belicosos moriscos, la vida es muy distinta pero el silencio es el mismo. Un escalofrío recorre la espalda de Ovando cuando recuerda las hostiles miradas y los afilados puñales que dejaban ver bajo sus túnicas, mientras su comitiva, procedente de Brozas, subía la empinada calzada de acceso al castillo, aquél día que llegó a Magacela.
Nicolás se arropa con su capa y se esmera en su trabajo. Debe hacerlo por que quiere llegar lejos. Quien sabe si llegará a ser comendador de alguna encomienda tal y como había prometido a su padre. ¿La de Lares? ¿La de Castilnovo? Serían suyas de este modo enormes extensiones de aquellos pastizales tan codiciados por los dueños del ganado trashumante. Pero... ¡Qué altivos son los leoneses! ¡Y qué bravucones los cántabros!
O mejor, piensa el novicio, capitanear a estos hombres en la guerra y cabalgar a lomos de poderosas monturas bajo el estandarte que lleva prendida con hilos de oro la cruz verde de los alcantarinos...