Otrora fiel y poderoso guardián de los caminos entre la Córdoba más esplendorosa y la combativa alcazaba de Mérida, y más tarde ocupado por la Orden de Santiago, el castillo de Hornachos ofrece en la lejanía, a la caída de la tarde, un espectacular baile de torreones, remoto reflejo de lo que fue.
Sin embargo, el paso de los siglos no impide reconocer elementos constructivos propios de esa cultura musulmana, tantos años presente en la península ibérica, es decir, en Al-Andalus. La puerta en recodo, sus tapiales, los mechinales donde se instalaban los andamios de dichos tapiales y lo escarpado del emplazamiento, muestran bien ese pasado, a la vez que elementos cristianos superpuestos -como la sillería y la mampostería- nos recuerdan la presencia santiaguista. No en vano, a medida que las tropas castellanas y leonesas iban avanzando y tomando territorios, grandes extensiones de terreno eran repartidas entre las órdenes religiosas militares, como recompensa a su crucial ayuda.
Tras ello, una vez reducida la presencia musulmana al Reino de Granada, se sucedieron varios siglos de coexistencia -alterada en 1492 tras la derrota de los nazaríes- que finalizaría en 1642 con la expulsión de los moriscos. La conversión forzosa de los moriscos y el abandono de sus costumbres, su lengua, sus apellidos e incluso de sus hijos, es un penosa página de la Historia, una más, que dejaría muy mermada la población de Hornachos y supondría a buen seguro el declive del castillo, ahora irreconocible, pero antaño recio y amenazante desde lo alto del roquedo.
Una gran parte de castillos tuvieron el mismo destino que este. Por aquí las piedras de alguno de ellos se reutilizaron en rehabilitar puentes o para el Canal de Castilla.
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