Quizás no sea el río más conocido ni el más caudaloso, pero desde que nace en las sierras del sur de Zalamea, hasta que desemboca en el Guadiana, -al pie del castillo de Medellín-, el río Ortiga nos ofrece parajes de belleza serena, haciendo honor a la comarca que cruza. Son algo más de 50 kilómetros de curso de aguas remansadas por los azudes de los muchos molinos, ya abandonados, que jalonan su cauce.
Para empezar, todavía en territorio ilipense, una -desconocida para muchos- presa antigua del siglo XVIII, con molinos adosados, sencillamente espectacular, que permite regar los campos de Docenario, pueblo nuevo de colonización. Pero esta presa es solo el principio de una larga lección de Historia para los más curiosos, porque la cuenca del Ortiga ha visto levantar dólmenes y asentarse a tartesios venidos del sur. Y más tarde, el paso de legiones romanas, la llegada de huestes almohades, mesteños trashumantes conduciendo sus enormes rebaños y comitivas de monjes guerreros. Lógicamente, todos fueron dejando su huella y su impronta.
Río abajo, después de cruzar llanuras graníticas, dehesas, olivares y pastos, en ocasiones el Ortiga se vuelve salvaje. Así, en sus aguas nadan las nutrias, entre la vegetación de ribera anidan numerosas especies de aves, y los galápagos toman el sol en las piedras. Mientras, en los berrocales limítrofes, el lince ha encontrado territorios para expandirse. Sorprendente territorio natural, a tiro de piedra del paisaje antropizado al máximo de las Vegas Altas del Guadiana y sin embargo, todavía refugio de senderistas que gustan alejarse del ruido y las multitudes.
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